Pitutocracia y modernización del Estado

Francesca Zaffiri
Investigadora

El nombramiento de Pablo Piñera como embajador de Chile en Argentina, la designación de Fernanda Bachelet como agregada comercial en Nueva York y, recientemente, la de Benjamín Salas como senior official´s metting de APEC, han sido hechos fuertemente criticados por todos los sectores políticos. El primero bajo el argumento del nepotismo y los últimos bajo el argumento de la edad. No obstante, ambos razonamientos recaen en un problema de carácter sustancial que parece ir más allá de si una persona tiene o no las competencias para ejercer un cargo. Dilucidan una tensión existente entre la meritocracia y la modernización del estado.

Bien es sabido a susurros que al final de un período de estudios, desde la etapa escolar hasta la universitaria/superior, es relevante formar una red de contactos. Porque encontrar un empleo en Chile –y quedar seleccionado- vía concurso no es una tarea simple. Si en el área de la ingeniería emplearse demora en promedio seis meses, en el caso de las ciencias sociales puede ser de incluso un año. Ante ello, la opción de más de un graduado es continuar con sus estudios de especialización, en el entendido de que, a mayor preparación, mejor capital humano y, por lo tanto, más oportunidades laborales.

Sin embargo, cuando se tiene un pituto, hay un giro en la carrera profesional. Porque tener una red de contactos no es lo mismo a tener un pituto. El primero se cultiva con el tiempo y con esfuerzo. En cambio, este último se condice con sinónimos tales como el amiguismo y la ventaja. Con un contacto se tiene conocimiento de una vacante de trabajo, con un pituto el proceso de selección termina siendo un trámite de adquisición.

Desafortunadamente, este concepto se encuentra arraigado en la cultura chilena. No solo en la prensa reciente, sino que el discurso anti “pituto” suele ser utilizado como una bandera de crítica con el fin de denunciar a la clase política. Si recordamos las acusaciones hacia los Goic por sus cargos públicos, hacia los Jackson y Dávalos, podemos percibir que el pituto en política no es un problema de este gobierno, es un mal endémico de la institucionalidad chilena.

Este diagnóstico es aún más inquietante al percatarnos que intentos no han faltado para mejorar el ingreso de profesionales al sector público. La creación del sistema de Alta Dirección Pública el año 2003 y su reforma el 2015 fueron una respuesta ante la necesidad de tener una institucionalidad más abierta, democrática y profesional, tomando como principios la alternancia del poder junto con el mérito como clave para el éxito. Sin embargo, en la institucionalidad pública el uso de la palabra mérito ha permanecido como un concepto teórico, sin mayor implementación. Una meritocracia –como llaman algunos- es propio de un estado modernizado, por lo que no es baladí que, en el caso que nos convoca, los protagonistas provengan del Ministerio de Relaciones Exteriores, el menos modernizado de las carteras.

Al respecto, el diagnóstico al que tanto la opinión pública como la academia han llegado es que existe una pugna entre la preparación profesional y una estructura institucional rígida, que conlleva a la subutilización del capital humano disponible. Si bien es propio de la cultura de esta cartera que el presidente designe cargos de confianza para llevar a cabo los objetivos de la política exterior, cabe preguntarse si en la actualidad es un mecanismo virtuoso o perverso para la salud de la institución.

Puede que el error recaiga en que, al no existir requisitos para que se cumpla el principio de mérito o carrera dentro del quehacer internacional a la hora de una designación, la elección por amiguismo de un outsider termine siendo parte del status quo institucional. Ignorando de esta manera la carrera profesional de funcionarios que, por mérito, están más capacitados que otros profesionales a la hora de llevar a cabo una tarea.

Al final del día, el desafío principal radica en encontrar el equilibrio entre confianza y mérito –política y profesionalismo- no solo en esta cartera, sino en la institucionalidad pública. Porque si bien el ejercicio de la política requiere de personas que sean de confianza, la capacidad instalada debe formar parte de una modernización transversal que establezca un nivel de idoneidad suficiente para el cumplimiento de las funciones de un cargo público.

*Publicada en El Líbero el 13 de enero de 2019.